Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Hebreos 5:7.
“Los Días de Su Carne”
Esta expresión implica el tiempo en que nuestro Salvador vivió como hombre en la tierra. Se encarnó para poder morir por nosotros. Los ruegos y súplicas hacia su Dios, mencionados en el versículo de hoy, nos hacen pensar ante todo en la escena del huerto de Getsemaní y en el Gólgota. Como hombre, estuvo dispuesto a tomar nuestra causa en sus manos. ¡Qué terribles consecuencias tuvo esto! Ocupar nuestro lugar significó para Él experimentar toda la ira de Dios contra el pecado y soportar su santo juicio contra todo mal. Considerémosle un poco allá en Getsemaní, cuando la amarga copa se hallaba ante Él. En completa dependencia y sumisión, tres veces le oímos suplicar a su Padre en oración: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú” (Marcos 14:36). Para Él, el Príncipe de la vida, era terrible pensar que debía soportar el juicio divino y ser abandonado por Dios, aunque era el hombre perfecto y justo. Sin embargo, obedientemente tomó la copa y fue a la cruz. Allá en el Calvario, al final de las tres horas de tinieblas, Jesús clamó a gran voz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34). Sus ruegos y súplicas fueron oídos. En la resurrección Dios respondió a su clamor y no permitió que su Santo viera “corrupción” (Salmo 16:10; Hechos 2:27). ¡Cuán maravilloso!
...Venid a mi los que esten cansados y cargados que yo los hare descansar.
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